
Algo venía volando a gran velocidad desde hace mucho tiempo. Algo vago y borroso acercándose a mi hipotálamo.
Sigues perdidendo peso. Estás en los huesos. Cuando sonríes tu cara se traduce en una mueca horrible, como si te hubiera dado el bajón y buscaras cocaína con la mirada. Tu madre aún te adora, te llama todas las semanas diciendo que ha recortado cientos de artículos que hablan de tus escritores favoritos. Y tú le contestas con naderías, escarbando en la bolsa de cacahuetes mientras en tu cabeza resuena alguna gilipollez de alto calado.
Las clases te van bien, sigues estudiando hacia ninguna parte. Piensan que eres un tipo excéntrico, con ese aire desgalichado y los pelos como si te hubiera estallado un petardo en la coronilla. "¡Qué tío!", oyes a tus espaldas. Y sonríes de esa manera siniestra para asustar a las chicas que te miran, previendo un fin del mundo glorioso y absurdo en el que las ocas cantan Como una ola de la Jurado.
Son las tres de la madrugada. El frigorífico zumba vacío, los grillos raspan el cri-cri y mi cama está desecha. La luz me molesta, siento hastío mientras imagino a un motorista vestido de negro sobre una moto negra saliendo de un agujero negro. [...] Creo que se trata de un ruido estelar, una vibración grave que agujerea el cielo y que hace de los colores ondas y del suelo un espectro cegador.
El libro se lee solo, y cuando se termina, se lanza a lo oscuro. El Corán, la luz y la almohada. La habitación huele a humedad, el dolor de cabeza persiste y la manta apenas me cubre hasta la cintura. Sueño con un mimo que golpea las ventanillas de mi coche, mis labios pronuncian algo ininteligible y el aire parece que se condensa, apretando mis ojos, matándome despacio, haciéndome enumerar de tres en tres cuando creía que ya estaba durmiendo.
Te pasaste el día enfadado, mandándome a tomar por el culo con tal educación que parecías una geisha insultando mediante sutiles movimientos de abanico. Mira, conducir dos jornadas seguidas durmiendo en el maletero, "an impressive 54 cubit feet of cargo room" (cargo room: me enamoras), y llegar a Nueva York queriendo verla entera en cuatro días es un experimento abocado al fracaso. Incluso se podría llamar tortura recorrer Manhattan durante ese tiempo, tortura que acogimos con gusto (casi con aplauso), mirando cómo en Chinatown blandían sapos vivos en las pescaderías. O cómo en Times Square un tío vestido con sujetador y bragas te hablaba de Mladic y los cascos azules holandeses.
Sin embargo, lo mejor de este viaje ha sido tu sonrisa comiendo empanadillas al estilo nepalí, mientras tu panza crecía y crecía frente a Phelps ganando su quinto oro. Fue la noche en que mejor cenaste: "Buah, durmiendo en el salón al lado del perro, sudando como un pollo y comiendo empanadillas soy feliz". Que imbécil eres de vez en cuando, querido. Y cada vez que girábamos la cabeza, veíamos las figurillas de dioses nepalíes entre velas, ocupando armarios enteros. Así, sagrados, cada madrugada simulábamos dormir algunas horas.
En este país persigo animales: conduciendo sin carné en un aparcamiento desierto, quise atropellar a unos mirlos; cuando fuimos a andar en bicicleta entre granjas y ciénagas, seguí durante casi cinco minutos a unos patos que no se decidían a remontar el vuelo; raqueta en mano, me puse a intimar con una zarigüeya cerca de las pistas de tenis.
A diario, juro a las ocas que sobrevuelan el cielo del medio oeste que me verán graznar más oxidado y triste que ellas.
Leo todo, nunca suficiente, y no escribo, no hablo. Alerta, me digo, alerta. Y camino más despacio en tu historia, en la de cualquiera, siendo un extranjero que persigue zarigüeyas sin marsupio: ocas con la suficiente inteligencia como para decidir si también debo estar alerta en el ocaso.
Mamá, que qué animal te pides.