Monday, October 15, 2007

De madrugada


Ella se ducha mientras yo me emborracho deprisa con el vino que ofrecimos a los invitados dos días atrás. Me escuecen los ojos. Oigo el tren de fondo. Elevo la vista al techo de gotelé y pienso en la piel de nadie, la sangre de nada. No soy tan fuerte, pronuncio, y sigo bebiendo el yeso de mi copa; digo, el vino.

Ayer hice dos fotografías. En una de ellas, tres niños no logran ubicar su mirada mientras sus padres se emborrachan antes del partido de fútbol americano.

Thursday, October 11, 2007

Ocas


Las chicas eructaban sin pausa en la sala de estar. Comían pollo al curry sin despegar los ojos de la televisión. Fuera, las ocas sobrevolaban el estadio de fútbol emitiendo sonidos de goznes oxidados, vaticinando mi sufrimiento sentado en la taza del váter. Justo en aquel momento apreté la mandíbula odiando todo lo humano, con la vista clavada en el grifo del lavabo. Mandé al diablo las metas conseguidas en los últimos meses, pensé en algún macabro asesinato y sugerí desequilibrios mentales para los próximos años.

Al fin, la taza blanca amplificó el ruido cavernoso de una salpicadura ridícula. Relajé la mandíbula y abrí despacio los ojos. Sólo entonces creí oportuno salir del baño.

Cuando hube apagado la luz y entornado la puerta, vi el salón desierto. No había nadie en el sofá, pero el televisor estaba encendido: unos dibujos animados brillaban en la pantalla. Me restregué los ojos y me froté el cuello. Fui hasta la cocina como desorientado, abrí el frigorífico, desenrosqué el tapón de la botella de leche y olí su interior. Me entró una arcada y la botella se resbaló de mis manos y cayó al suelo. El cristal se fragmentó tranquilo en unos pocos pedazos. Mis pies permanecerían salpicados de leche para siempre.

Apenas respiré y me moví. Giré la cabeza hacia la televisión. Ahora pasaban un documental de unas ocas de Wisconsin que se relacionaban con humanos. Y pensé que mis pies se estaban helando con esa leche fría despersonalizada, parecida a la cara de una enfermera novata de un hospital de una gran ciudad. Tomé una gran bocanada de aire y volví a abrir la nevera con no poco esfuerzo, manteniendo mis piernas clavadas en el mismo lugar. Mi sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que estaba vacía; hacía apenas unos segundos había rescatado la botella –ahora sin vida bajo mi sombra– de entre un vertedero consistente en lechuga, lonchas de pavo y latas de refresco con el porcentaje de azúcar protagonizando el cuadro de información nutricional.

Cerré la portezuela del frigorífico, me giré y despegué con cuidado los pies. Se oyó el tintineo de un par de cristales absurdos. Caminé despacio hasta la sala de estar. Alguien se había llevado el sillón y la butaca, la mesa decorada con recortes de periódicos y la horrible lámpara de Nook & Cranny. En toda la estancia sólo quedaba la televisión –desprovista incluso de la consola que la sostenía, donde también tragaba polvo el reproductor de VHS–, en la que un viejo de pelo blanco con gorra de béisbol y mentón llamativamente salido farfullaba algunas ideas vagas sobre el comportamiento de las ocas en pequeños núcleos urbanos.

Aquella misma tarde comenzó a llover. Cuando finalmente desaparecieron la sala de estar, mi habitación, la cocina e, incluso, los cristales y las huellas de leche repartidos por el suelo, me puse a mirar las gradas desiertas del campo de fútbol desde mi balcón –que probablemente ya se había esfumado–. Las ocas trazaban una ceja imperfecta en el cielo anaranjado. Y casi recé para no oír esas bisagras rechinar en el ocaso, las bisagras de las puertas que nunca son.
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