Monday, January 31, 2011

/ʃvaɪ̯ts/


Dejé la monedita de cinco céntimos tres veces sobre la vía, a la espera de tres tranvías distintos que la convirtieran en una uña dorada digna del general Wille. Queratina tibia para mis manos cuarteadas de frío. Levanté la vista, aún agachado frente a los suaves raíles de Löwenstrasse. Observé aquellos vagones sin alma que se alejaban con secreto. La multitud caminaba alrededor y esmeraba sus finos modales y su frialdad urbanita. Entraba y salía de las tiendas con sosiego, envuelta en una nube de reflejos y medias voces propias de una ciudad demasiado próspera, anegada de opulencia y vanidad casi a partes iguales. Y esa puntualidad. Ah, los relojes, que miden el tiempo y vigilan con orgullo la tez blanca zuriquesa y aplauden solemnes los frutos de la idiosincrasia nacional, que reinan sobre iglesias y clubes nocturnos, que dibujan el prestigioso tópico patrio.

Me erguí despacio, mirando a cualquier parte. No oía nada. Supongo que ella gesticulaba desde la acera. Gritando, con la cara desencajada. Una impropiedad. Como mi cuerpo tendido en el asfalto, apenas manchado de sangre. La gente se arremolina. El tranvía completará la ruta con retraso.

La foto, el reloj de la iglesia de San Pedro.

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