
Tengo algunas opciones a estas horas de la madrugada. Uno: escribir gilipolleces. Dos: sincerarme con mi propia cabeza. Tres: hacerme coletillas con la barba. Cuatro: terminar el dibujo del hombre sonriente con los incisivos demasiado separados. Elijo.
(Unas semanas más tarde):
Una enfermedad bacteriana; un viaje relámpago a Oklahoma, Arkansas, Kansas y Misuri; una semana y pico para una tesina y un mes para la defensa y otros trámites; un viaje a Chicago para ver a un amigo y asistir a una boda africana; un vuelo a Seattle y un viaje por toda la costa oeste hasta San Francisco con parada nocturna en Clatskanie, lugar de nacimiento de Raymond Carver. Ahora, una semana de cierto descanso, oh-por-favor sólo correos electrónicos de desprecio a la universidad; luego, volver a Chicago tres días y de ahí a Carolina del Norte; regreso a San Luis para embalar, meter en las maletas ropa descolorida y decir adiós.
Así, no sé. Extraño y todavía con ese algo que me revuelve el cerebro y la vida en general, y que va a salir de otro algo que necesito que me mueva las manos. ¿Repite?